martes, 15 de marzo de 2016

Crónica: Chris Robinson Brotherhood. Sala But Madrid 10 Marzo 2016

Sin lugar a dudas es una de las palabras más novedosas en nuestra lengua y sorprende su rápida aceptación y uso habitual. Según diccionarios no oficiales procrastinar significaría aplazar o dilatar una acción o decisión por no sentirse preparado para afrontarla, ya sabéis, aquello que solíamos retrasar en la infancia para después de los juegos y que terminaba siendo un problema minutos antes de comenzar las clases. Aplazar cualquier molestia hasta que no haya finalizado el goce.

Pero, ¿es esto realmente así? ¿Hemos creado una sociedad finalmente hedonista y llegado a olvidar nuestra naturaleza imperfectamente humana? Pienso que no, que más que una búsqueda del goce continuo observo una transformación del placer en obligación. Este síndrome nos conduce a la acumulación en cadena de deberes/placeres de forma precipitada en espera de ese momento idílico en que podamos tumbarnos a disfrutar relajadamente del resultado de nuestro trabajo. El Nirvana del siglo XXI. Un momento que debido a nuestra manía de generar nuevas obligaciones nunca termina de llegar, bueno si, al final el descanso llega.

¿Pero qué palabra podríamos usar para definir ese estado sistémico? Precipitación es demasiado ambigua y sólo haría referencia a las prisas. Tal vez deberíamos tomar el mito de Sísifo como ejemplo y conjugar el verbo sisificar, puesto que como sucedía con el héroe mitológico, este síndrome nos conduce a un eterno empujar la roca para finalmente ser incapaces de disfrutar del resultado de nuestro esfuerzo una vez la roca vuelve a caer y situarse al pie de la montaña. Salvo que al contrario que Sísifo no es un dios cruel el que nos impone ese castigo, sino que es nuestra misma incapacidad de disfrutar del momento la que nos lleva a dejar caer la roca una vez hemos alcanzado la cima.

Chris Robinson Brotherhood- Freak flags. Ensoñación rock.


Dentro de estos nuevos placeres impuestos se encuentran por supuesto los shows de rock. Desde el momento en que se tiene conocimiento público de la actuación de uno de nuestros ídolos cerca de nuestra ciudad todo parece convertirse en una carrera de obstáculos: reunir el dinero (dado el precio de algunos shows), esperar que las entradas salgan a la venta, acceder a la página web de turno, hacerlo antes que el resto para tener alguna oportunidad de pillar ticket y finalmente alzarse con el ansiado premio unos 3 o 4 meses antes del día del espectáculo. Ya hemos visto lo que ha pasado con Neil Young (en el Mad Cool) o Bruce Springteen y Paul McCartney más recientemente.

Es tal la insistencia con la que se nos urge a formar parte del ritual que no nos queda más remedio que seguir la oleada de cuerpos con agradecida devoción. Después llega el día del show y nos decepciona, entusiasma o conforma, independientemente de su valía, según las expectativas que nos hayamos creado. Aunque en general nuestra capacidad de esperar se encuentra en unos mínimos históricos. Somos difíciles de sorprender pero habitualmente dóciles en nuestras exigencias.

Eso hace que la gran mayoría de bandas con las que nos encontramos tras vivir semejante proceso lo tengan casi todo ganado mucho antes de subirse al escenario. Basta con los habituales fuegos de artificio para que sintamos que nuestro esfuerzo ha valido la pena y comencemos a planear nuestro próximo divertimento. Independientemente de la calidad de lo vivido la sensación es la de haber rozado un somero maquillaje de realidad para inmediatamente volver a sumergirnos en nuestra rutina perseguidora. Pero en ocasiones sufrimos destellos de grandeza. A veces, si nos dejamos llevar, podemos sentir que ha valido la pena y conseguimos retener ese breve momento de absoluto goce. A veces tenemos en frente a aquellos capaces de sacarnos por unas horas de nuestro apresuramiento, olvidamos los móviles, las redes, la opinión del resto y sencillamente nos dedicamos a disfrutar del momento con todos nuestros sentidos.

Rip this joint. Cartel oficial del Tour Europeo.


A estas alturas creo que no hay duda alguna de que los Black Crowes son la última gran banda americana de rock. Que, tanto en grupo como en sus proyectos en solitario, han evolucionado a través de un estilo original que los ha distanciado del resto de músicos de su generación y que lidian con su arte en espacios reservados a las grandes leyendas del pasado. Que su compromiso no es con la industria o el dinero sino con la música en mayúsculas, y así lo demuestran día tras día. Concierto tras concierto. Y una vez más el concierto de Chris Robinson Brotherhood el pasado jueves 10 de marzo en la sala But no fue sino una constatación de todo lo anterior.

Quien avisa no es traidor y Chris ya nos advertía días antes que este no sería un espectáculo de rock al uso. Tampoco ocultó nunca su devoción por grupos como Allman Brothers o  Grateful Dead, ni el gusto por la improvisación y los shows efervescentes. Poco después de las nueve de la noche el olor a sándalo procedente de varias varillas de incienso que ardían en una vasija sobre uno de los amplificadores llenaba la sala y la banda salía a escena. Comenzaba así un viaje a través de las trastiendas de la contracultura que abarcaba desde la primitiva psicodelia de la costa oeste hasta la descorazonada decadencia de las tabernas impregnadas de country donde los veteranos de guerra ahogaban su dolor en la América de principios de los 80.

Chris Robinson, 2016.


El teclado de Adam McDougall apoyaba esa idea de irrealidad. Su sonido sintético nos abstraía de cuanto sucedía fuera del escenario y nos preparaba para disfrutar del buen hacer de la banda en canciones como “Reflections on a broken mirror”, “Vibration and light” o “Star or Stone”. Como artesanos construían sus canciones delicadamente llenando el espacio sobre nuestras cabezas. Dicen que cuando eres bueno en una cosa no tienes más remedio que hacerla, y esa es la sensación ante el trabajo de la banda. Las armonías vocales sonaban con una naturalidad fuera de toda discusión mientras que tanto la base rítmica como las líneas melódicas de las guitarras, nos invitaban a sentir toda la fuerza y el alma de una música que arrastra los sedimentos de una historia y una cultura que va más allá de la llegada de los primeros colonos. La inspiración de los pueblos nativos americanos siempre ha estado presente en las composiciones y la imagen de Chris y sean cuales sean los paisajes a los que nos conduzcan sus diversos proyectos, ese espíritu permanece. 

CRB- Sala But, Madrid. Marzo 2016


El show, dividido en dos sets, casi alcanzó las 3 horas de duración, en las que se permitieron de todo. Desde versiones de Bob Dylan (She Belongs to me), hasta la recuperación de alguna de las canciones del proyecto en solitario de Chris (“Ride” y “Like a tumbleweed in Eden”). Desde las largas improvisaciones dedicadas a fragmentar y re-hilvanar los tiempos de las canciones y en las que alternativamente se saltaba del arrebatador éxtasis a la más profunda calma, hasta la simpática concesión a su primera visita a España con la canción “Never been to Spain”. La compenetración entre los músicos y la comunicación entre ellos y su público era casi palpable en el aire cargado de sensaciones de la sala y queda más que demostrado que hay mucha vida para Chris después de los Black Crowes. La mejor respuesta debería ser en todo caso proyectos paralelos.

Resumiendo: a mi parecer un concierto único, enorme, sobresaliente, donde todo fue armonía entre la banda y su público a lo largo de un show que cerró cerca de la medianoche con un último bis antes de partir hacia Barcelona donde actuaban la noche siguiente. ¿O era la misma noche?

Miguel Ángel Garzás.

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