Sin lugar a dudas es una de las palabras más novedosas en nuestra lengua y
sorprende su rápida aceptación y uso habitual. Según diccionarios no oficiales procrastinar significaría aplazar o
dilatar una acción o decisión por no sentirse preparado para afrontarla, ya
sabéis, aquello que solíamos retrasar en la infancia para después de los juegos
y que terminaba siendo un problema minutos antes de comenzar las clases. Aplazar
cualquier molestia hasta que no haya finalizado el goce.
Pero, ¿es esto realmente así? ¿Hemos creado una sociedad finalmente hedonista y llegado a olvidar nuestra
naturaleza imperfectamente humana? Pienso que no, que más que una búsqueda del
goce continuo observo una transformación del placer en obligación. Este
síndrome nos conduce a la acumulación en cadena de deberes/placeres de forma
precipitada en espera de ese momento idílico en que podamos tumbarnos a
disfrutar relajadamente del resultado de nuestro trabajo. El Nirvana del siglo
XXI. Un momento que debido a nuestra manía de generar nuevas obligaciones nunca
termina de llegar, bueno si, al final el descanso llega.
¿Pero qué palabra podríamos usar para definir ese estado sistémico? Precipitación es demasiado ambigua y sólo haría
referencia a las prisas. Tal vez deberíamos tomar el mito de Sísifo como
ejemplo y conjugar el verbo sisificar,
puesto que como sucedía con el héroe mitológico, este síndrome nos conduce a un
eterno empujar la roca para finalmente ser incapaces de disfrutar del resultado
de nuestro esfuerzo una vez la roca vuelve a caer y situarse al pie de la
montaña. Salvo que al contrario que Sísifo no es un dios cruel el que nos
impone ese castigo, sino que es nuestra misma incapacidad de disfrutar del
momento la que nos lleva a dejar caer la
roca una vez hemos alcanzado la cima.
Chris Robinson Brotherhood- Freak flags. Ensoñación rock. |
Dentro de estos nuevos placeres impuestos se encuentran por supuesto los shows de rock. Desde el momento en que
se tiene conocimiento público de la actuación de uno de nuestros ídolos cerca
de nuestra ciudad todo parece convertirse en una carrera de obstáculos: reunir el dinero (dado el precio de algunos shows), esperar que
las entradas salgan a la venta, acceder
a la página web de turno, hacerlo antes que el resto para tener alguna
oportunidad de pillar ticket y finalmente alzarse con el ansiado premio unos 3
o 4 meses antes del día del espectáculo. Ya hemos visto lo que ha pasado con Neil Young (en el Mad Cool) o Bruce Springteen y Paul McCartney más recientemente.
Es tal la insistencia con la que se nos urge a formar parte del ritual que no nos queda más remedio que seguir la
oleada de cuerpos con agradecida devoción. Después llega el día del show y nos
decepciona, entusiasma o conforma, independientemente de su valía, según las
expectativas que nos hayamos creado. Aunque en general nuestra capacidad de
esperar se encuentra en unos mínimos históricos. Somos difíciles de sorprender
pero habitualmente dóciles en nuestras exigencias.
Eso hace que la gran mayoría de
bandas con las que nos encontramos tras vivir semejante proceso lo tengan
casi todo ganado mucho antes de subirse al escenario. Basta con los habituales fuegos de artificio para que sintamos
que nuestro esfuerzo ha valido la pena y comencemos a planear nuestro próximo
divertimento. Independientemente de la calidad de lo vivido la sensación es la
de haber rozado un somero maquillaje de realidad para inmediatamente volver a
sumergirnos en nuestra rutina perseguidora. Pero en ocasiones sufrimos destellos
de grandeza. A veces, si nos dejamos llevar, podemos sentir que ha valido la
pena y conseguimos retener ese breve momento de absoluto goce. A veces tenemos
en frente a aquellos capaces de sacarnos por unas horas de nuestro
apresuramiento, olvidamos los móviles, las redes, la opinión del resto y sencillamente nos dedicamos a disfrutar del
momento con todos nuestros sentidos.
Rip this joint. Cartel oficial del Tour Europeo. |
A estas alturas creo que no hay duda alguna de que los Black Crowes son la última gran banda americana de rock. Que, tanto
en grupo como en sus proyectos en solitario, han evolucionado a través de un
estilo original que los ha distanciado del resto de músicos de su generación y
que lidian con su arte en espacios reservados a las grandes leyendas del
pasado. Que su compromiso no es con la
industria o el dinero sino con la música en mayúsculas, y así lo demuestran
día tras día. Concierto tras concierto. Y una vez más el concierto de Chris Robinson Brotherhood el pasado
jueves 10 de marzo en la sala But no
fue sino una constatación de todo lo anterior.
Quien avisa no es traidor y Chris
ya nos advertía días antes que este no sería
un espectáculo de rock al uso. Tampoco ocultó nunca su devoción por grupos
como Allman Brothers o Grateful
Dead, ni el gusto por la improvisación
y los shows efervescentes. Poco después de las nueve de la noche el olor a
sándalo procedente de varias varillas de incienso que ardían en una vasija
sobre uno de los amplificadores llenaba la sala y la banda salía a escena.
Comenzaba así un viaje a través de las
trastiendas de la contracultura que abarcaba desde la primitiva psicodelia de la costa oeste hasta la
descorazonada decadencia de las tabernas impregnadas de country donde los veteranos de guerra ahogaban su dolor en la América de principios de
los 80.
Chris Robinson, 2016. |
El teclado de Adam McDougall
apoyaba esa idea de irrealidad. Su sonido sintético nos abstraía de cuanto
sucedía fuera del escenario y nos preparaba para disfrutar del buen hacer de la
banda en canciones como “Reflections on
a broken mirror”, “Vibration and
light” o “Star or Stone”. Como
artesanos construían sus canciones delicadamente llenando el espacio sobre
nuestras cabezas. Dicen que cuando eres bueno en una cosa no tienes más remedio
que hacerla, y esa es la sensación ante el trabajo de la banda. Las armonías vocales sonaban con una
naturalidad fuera de toda discusión mientras que tanto la base rítmica como las líneas
melódicas de las guitarras, nos invitaban a sentir toda la fuerza y el alma
de una música que arrastra los sedimentos de una historia y una cultura que va
más allá de la llegada de los primeros colonos. La inspiración de los pueblos
nativos americanos siempre ha estado presente en las composiciones y la imagen
de Chris y sean cuales sean los paisajes
a los que nos conduzcan sus diversos proyectos, ese espíritu permanece.
CRB- Sala But, Madrid. Marzo 2016 |
El show, dividido en dos sets,
casi alcanzó las 3 horas de duración,
en las que se permitieron de todo. Desde versiones de Bob Dylan (She Belongs to me), hasta la recuperación de alguna de
las canciones del proyecto en solitario
de Chris (“Ride” y “Like a tumbleweed in Eden”). Desde las largas
improvisaciones dedicadas a fragmentar y re-hilvanar los tiempos de las
canciones y en las que alternativamente se saltaba del arrebatador éxtasis a la
más profunda calma, hasta la simpática
concesión a su primera visita a España con la canción “Never been to Spain”.
La compenetración entre los músicos y la comunicación entre ellos y su público
era casi palpable en el aire cargado de sensaciones de la sala y queda más que
demostrado que hay mucha vida para Chris
después de los Black Crowes. La mejor respuesta debería ser en todo caso proyectos paralelos.
Resumiendo: a mi parecer un concierto
único, enorme, sobresaliente, donde todo fue armonía entre la banda y su
público a lo largo de un show que cerró cerca de la medianoche con un último
bis antes de partir hacia Barcelona donde actuaban la noche siguiente. ¿O era la misma noche?
Miguel Ángel Garzás.
No hay comentarios:
Publicar un comentario