¿Alguna vez habéis estado en el parque Juan Carlos I?
Aquello es un auténtico erial. A las cuatro de la tarde de un día de julio ni
las ánimas… y lo que en principio parecía buena idea se convirtió en todo un
reto cuando vi que durante la mayor parte del recorrido que cruza el parque no
hay apenas vegetación que pueda proporcionar la tan deseada sombra (y frescor)
a ese calvario de más de dos kilómetros en el que pasé por la escultura del
mundo, el parque del barco de los piratas, el campo de los olivos o la estufa
fría (mal nombre para un conjunto escultórico en una explanada a 40 grados).
Sólo al final del recorrido encontré algo más de verdor, algo más de sombra y
algo más de vida, tres cosas que suelen ir juntas, algo que nuestro ínclito
ayuntamiento debería tener más en cuenta.
Ayer era día de festival y la entrada al MadCool coincide
con la del Ifema. El despliegue de vigilantes y tarjeteros a lo largo del
recorrido hasta el pabellón 4 era alucinante y en mi despiste no tuve más
remedio que preguntar a uno de estos últimos que era lo que se cocía… por
supuesto, el tan cacareado Festival de Madrid se celebra en una enorme
explanada detrás del Ifema, no muy lejos del Parque Juan Carlos I y las filas
de controles que alegremente atravesé hasta llegar a la exposición de Pink
Floyd no estaban allí para evitar que alguno de los cuatro o cinco gatos
contados que la visitábamos en una calurosa tarde de verano introdujese bebida,
comida u otros objetos peligrosos al pabellón.
Tengo que reconocer que “Their Mortal Remains” es una
exposición para fans, muy fans de Pink Floyd. El precio de la entrada es
elevado (17,50) y tal vez no todo el mundo esté en disposición de disfrutar
plenamente de la visita teniendo en cuenta esto. Yo sí soy fan y yo sí lo pasé
como un enano con todo cuanto ofrecía la muestra. Desde el pasillo de acceso
plagado de la cartelería puramente psicodélica de los inicios de la banda,
hasta la sala de conciertos con la proyección de videos en directo del final.
Eso sí, evité en lo posible recrearme en esa sala de Merchandising tan habitual
a la salida de toda exposición que se precie. El estado de euforia no es buen
consejero y uno puede acabar comprando cualquier cosa, por inútil o excesiva
que nos pueda parecer a posteriori.
No voy a tratar de describir los objetos que componen la
exposición. Hay recuerdos de todo tipo, desde los más obvios (las guitarras,
pedales de efectos, sintetizadores) hasta los más inusuales (cartas, pinturas,
disposiciones escénicas). Me ha parecido más interesante aprovechar el
recorrido de la exposición para tratar de darle algún sentido a la carrera de
Pink Floyd. Desde un punto de vista.
El paseo previo a través del parque y el estado de
agotamiento ayudaron a alcanzar cierto tipo de ánimo lisérgico que le vino al
pelo al ambiente psicodélico de las primeras salas de la muestra. La oscuridad
y la decoración, unidas a la música de la primera etapa de la banda junto a Sid
Barret, hacen que uno tenga la impresión de estar adentrándose en uno de los
clubes en los que aquellos Pink Floyd ofrecieron sus primeros conciertos. La
banda ha pasado por numerosas etapas a lo largo de su carrera y no podría
escoger ninguna sobre las otras pero siempre tuve la impresión de que esa
primera etapa puramente experimental fue determinante en cada momento en que la
banda existió posteriormente. Adoro discos como “The Dark side of the Moon” o
“The Wall”, imprescindibles, pero al mismo tiempo no puedo dejar de echar la
vista atrás y anhelar lo que hicieron junto a Sid. Y así se refleja en estos
primeros momentos pues podríamos decir que la primera parte de la exposición es
fundamentalmente Sid. Es básico reconocer el genio de Sid para ser capaz de
identificar la genialidad de la banda en todo cuanto hizo a continuación.
Me pareció un gran acierto dedicar esas dos primeras salas a
la capacidad de experimentación de la banda y su espíritu innovador tanto en la
música como en las artes escénicas o visuales. A sus colaboraciones con los
directores Barbet Schroeder o Antonioni, a la composición de las bandas sonoras
para sus películas, con el coreógrafo Roland Petit para el Ballet Pink Floyd o
a su participación de la vanguardia cultural de la época y la creación de “Atom
Heart Mother”, un disco que les abriría a nuevas complejidades compositivas. Y
me parece también un gran acierto que esta etapa se cierre con la grabación de
la película “Live at Pompei” y el disco “The Dark Side of the Moon”. Ambossucesos
marcan un fin y un principio para la banda. Un fin a un largo proceso de
búsqueda y el principio que supone emerger de ese proceso con el resultado
definitivo de esa búsqueda. Creo que eso es lo que supone “The Dark Side of the
Moon”, es la puerta de entrada a la inmortalidad, el Santo Grial de la banda si
me dejáis elevar el tono. Pero a la vez es el salto definitivo a la fama, con
sus ventajas y sus inconvenientes.
La siguiente sala está dedicada a “Wish you where here”, el
disco que el grupo dedica a la ausencia, a Sid y tal vez a ese sentimiento de
vacío que les deja la consumación de sus expectativas. Es el valle tras el
clímax que supone “Dark Side”, un disco complejo y lleno de pesar. Por el
tiempo, los amigos y las oportunidades que ya no volverán. Es el adiós
necesario a los fantasmas de la infancia antes de crecer y sentirnos adultos, antes
de pasar a formar parte de la máquina. Lo cual en cierto modo refleja la
siguiente sala, el taller de los instrumentos, donde se expone gran parte del
armamento de la banda para la grabación de los discos y sus presentaciones en
directo. Claro que la estrella de la sala son esas dos pequeñas mesas de sonido
en las que poder jugar a hacer una remezcla de “Money”, os juro que el efecto
está de lo más conseguido.
El concierto de Knebworth del 75 y el proceso compositivo
del disco “Animals” componen el pasillo de acceso a lo que se podría llamar
como la sala de los hinchables, donde cuelga el profesor de “The Wall” y el
cerdo de “Animals”. A Pink Floyd no le gusta la “máquina”. Construyen su
crítica al sistema de clases a través de la fábula “Rebelión en la granja” de
Orwell en su disco “Animals” y hacen volar un cerdo hinchable sobre la central
eléctrica de Battersea para su portada. Y Roger Waters se enamora de la idea y
decide que utilizarán más objetos voladores para la mastodóntica gira de
presentación del disco que se llamará “In the Flesh”. Y de esta forma el campo
queda abonado para su siguiente disco definitivo “The Wall”.
Compré el doble vinilo de “The Wall” con apenas trece años
en un puesto de feria y sin posibilidad de escucharlo, pues se había roto la
aguja de mi tocadiscos. Entonces yo no conocía una forma más efectiva de
conseguir una aguja que esperar al repuesto de la tienda local de electrodomésticos
y me pasé las siguientes semanas repasando con los dedos (y con la mente) los
dibujos y las letras del disco sin ser capaz de escuchar una sola nota.
Imaginaba como debía sonar y traducía aquello que conseguía comprender de sus
letras. Resulta increíble pensar que hubo un tiempo en que el rock era algo
minoritario y no resultaba fácil encontrar emisoras especializadas que
programasen algo que no fuesen las listas de éxitos. El sistema de la
radiofórmula siempre ha apestado pero entonces era aún más insidioso. Y cuando
al fin pude colocar la aguja nueva sobre los surcos del disco y escuchar lo que
se escondía entre ellos fue incluso mejor de lo que esperaba.
La historia es más que conocida, el grupo se sentía cada vez
más distanciado de su público y Roger Waters decidió escribir esta historia
sobre el aislamiento. El protagonista es un ser roto que poco a poco construye
un muro en torno a sí mismo con el que desconectar de una realidad que le
supera. Una estrella de rock abrumada por la fama y los traumas personales que
desciende por una espiral de autodestrucción que culmina en la locura
definitiva y la catatonia. Y así llevaron a cabo una de las creaciones más
sublimes de la historia del rock. La exposición le dedica prácticamente toda la
sala a esta obra. Está el muro, el protagonista apático frente a la pantalla
del televisor, el profesor, las máscaras que usó la banda para la gira, el
maniquí del artista déspota en que se convierte el protagonista. Todo un
recorrido por los monstruos que se esconden a uno y otro lado del muro.
Tras este disco la banda se rompe. Roger, se erige en líder
absoluto, despide a Wright y compone “The Final Cut” totalmente en solitario.
El resto de la banda se ven relegados a una mera comparsa y tras el disco Roger
abandona la banda. Los siguientes años son los de la lucha de Gilmour y Mason
por continuar adelante y el empeño de Waters por evitar que lo hagan bajo el
nombre de Pink Floyd. Y en efecto existió un Pink Floyd tras la marcha de
Waters, y grabaron muy buenos álbumes pero se trata de otra banda. Las
siguientes salas están dedicadas a esta nueva etapa. A sus discos “A Momentary
Lapse of Reason”, “The División Bell” y “The Endless River” además de los
discos en directo y recopilatorios “Delicate Sound of Thunder” y “Pulse”
obviando por completo la carrear en solitario de Waters. Es de suponer que, a
pesar de alguna reunión puntual, debe seguir existiendo una tensión irresoluble
entre los miembros de la banda y desconozco si la exposición cuenta con el
beneplácito del que un día fuera su alma mater. Cosas del ego.
La exposición termina en una especie de sala de concierto en
la que se proyectan canciones interpretadas en directo. Puedes alargar la
experiencia o decidir poner fin a la visita, para mí fue simpático aunque no
tuvo mayor relevancia, siempre nos quedará youtube.